Recuerdo de Tres Calles y una Botillería
Dos amigos me están esperando cerca, cerquita de mi casa. Abro el portón y me encuentro con el “buses ni camiones” de frente, ahí, a la salida de mi puerta, pero ahora es metálico, no me queda otra que ignorarlo. Miro pal frente, “libertad de expresión” dice, con negro. Luis lo escribió. Ahora Luis y Mitchelle me están esperando en la boti. Es fácil llegar.
Salgo hacia Victoria, camino una cuadra hacia la derecha y llego al Troncal. Bajo media cuadra y llego a “Los Almendros”. Voy a mitad de cuadra y miro pa la derecha, la casa del gato. Me detengo en seco, respiro hondo y pienso en una casa destruída a martillazos. No, no destruída, desarmada a martillazos, ya sin techo, una casa chiquitita, la de mi amigo. Él está encaramado en un panel, el día es caluroso, el sol nos aplasta, en cualquier momento nos envía rayos de fuego. Abro la llave de la ducha, el agua me enfría la frente roja, una brisa fresca y casual me chorrea por las piernas, me toco el costado del pantalón corto. Llega su hermana, le digo que va a quedar pulenta su casa, ella me responde que esa no es su casa. Donde esta tu casa, donde queda tu casa entonces, le pregunto. Me toma de las mejillas con sus dos manos y me dice que el hogar esta en sus manos.
Llegando a la esquina de Victoria con mi calle (Alessandri) me encuentro con el hijo del hueón del negocio. Ahí está el loco, lento, lentito, simpático, era lanzao. Nunca hablamos mucho, pero el siempre se detuvo a hablar conmigo, y yo con él claro. Siempre nos dimos ese tiempo. No parece hijo de comerciante, siempre salvándose con algúna venta. Ahora va en bicicleta, un canastito adelante, vendiendo pedazos de sandía rojita, forrados con plástico. Se ven ricos los trozos. Me cuenta que igual le vienen bajones, depresiones, siente que todo fue su culpa. Que te atropelle un auto a 70 en una avenida tiene casi siempre el mismo desenlace. Pero este loco salió adelante, va tirando. Nunca me olvido cuando su viejo me contó lo de Cristián. “Ahí está, debatiendose, en el hospital”. Me despido de Cristián, me dice que va a tener pititos luego, que cuando me vea me invita.
Voy por Victoria, luces bajitas, colectivos pa la Wilson, a Troncos Viejos, micros a Cochoa, a Playa Ancha. La micro “Molino”, en la que venías tu, tan hermosa, un angel de 15 años en el cuerpo de una mujer de 20, tán cándida, no cándida no. Un vestido mitad cremita, mitad café con leche, como un edificio que había en Viña, los mismos colores, pero los edificios no emanan ese calor que tenías, o que tienes, o que tuviste, para mi, pa mi, to me. Vienes directo hacia mí, sin palabras, los bordes de tu vestido tiritan con el viento, tus aros se esconden en tu pelo, en tu cuello de cisne huérfano.
Ya casi llego al Troncal, los veo, los presiento. Me asomo un poquito más allá de la librería, enfilo mi cabeza hacia la botillería, como un tanque tímido, en territorio enemigo. Mi cabeza es como el cañón del tanque, lo enfilo y formo un campo de tiro, un flanco. Luego asomo el cuerpo, y ya con decisión avanzo. Las casas están alejadas de la avenida, sus antejardínes son oscuros. Ahí están, sentados, uno a cada lado, “filtrando”, siendo amigos, echandose tallas que hacen reir a desconocidos.
Yo se que ya no vuelven, no importa. En la noche, cuando sueño, los presiento, a dos horitas todas ratonas de Peña Blanca, de Villa Alemana, de nuestra historia y de nuestra memoria.
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