Años perdidos
Por esos días me temblaba el pulso con cuática. Por la noche llamaba a mis amigos casi inconsciente. Recuerdo que al otro día me llamaban de vuelta para contarme las obscenidades que les había dicho la noche anterior. No me sentía avergonzada, para nada. Era como si me contaran cosas de otra persona. No me importaba, como tampoco me importaban otras mil cosas. Mis viejos se habían separado hace ya varios años. En mi casa éramos mi vieja, mi hermano y yo. Mi hermana mayor ya se había titulado de médico y vivía en Algarrobo. Una vez a la semana iba a pasar unas horas con ella, además de vernos en la consulta del médico que nos trataba a las dos la depresión endógena. En el colegio me iba como las hueas, no quería estudiar, no quería nada. Seguía hacia delante por que simplemente era preciso seguir viviendo.
Bueno, por esos días conocí a un chico. Yo contaba 17 años y él creo que 24. Se llamaba Fabián, trabajaba en una oficina de contabilidad o algo así. La primera vez que nos vimos fue una tibia tarde de noviembre en el centro de Viña. (Ahora hace frío y hay temporal, estoy desabrigada, pero no tiemblo) Fuimos por ahí, nos tomamos un par de cervezas y lo pasamos re bien. Me gustó harto Fabián. Sentí confianza en él casi de inmediato. Nos juntamos después muchas veces, a almorzar, a tomar once, a mi casa, a caminar por Valpo o Viña, me divertía caleta con él, me hacía reír, cosa que yo tenía súper olvidada. (Ha empezado a llover, me duelen las gotas en la cara) A veces me llamaba al celular tipo 1 de la tarde en la semana, yo salía de mi colegio y nos íbamos a almorzar comida chatarra, era nuestra droga. La comida chatarra como digo era la droga de nadie, las pastillas mías, y los pitos de Fabián. Una noche nos juntamos en Belloto, yo le iba a pedir plata a mi viejo. Cuando llegamos a la casa, Fabián me preguntó porque había tantos pescados en la casa, en las toallas, pintados en las paredes, en el plumón, en el sofá. Yo le dije que mi viejo tenía todo un rollo con el mar, incluso de fondo se escuchaba una canción que efectivamente te podía transportar al fondo del mar. Fabián me sonrió como diciendo: cuicos excéntricos. Pero a mi no me importó, porque yo estaba segura de que él nunca me dejaría, siempre sería mi amigo. Estábamos ahí parados observando la habitación de mi freak padre, cuando él mismo en persona se presentó, saludó a Fabián muy protocolarmente y posteriormente nos invitó a hacerle los honores a aquella visita con unos vinos gallegos que a Fabián le supieron de “puta madre” como él decía. Yo probé un par de vasos solamente, pero entre los dos se tomaron 3 botellas, y me dio la impresión cuando nos despedíamos que mi papá no quería que nos fuéramos. Extraño, muy extraño, sobre todo por algunos palos duros que le di. “Después de los 50 años no te queda otra que quebrarte” le dije en un momento que me daba cuenta que alardeaba un poco delante de Fabián. Caminamos unos minutos por un sendero oscuro que daba al troncal, para luego enfilar a Viña. Fabián me dijo: Paremos, tengo un caño. Nos sentamos en unos columpios y Fabián me dijo que eso de quebrarse fue un poco fuerte. Y a ti que te importa hueón, le dije. Rompí a llorar, mientras encendía el pito que Fabián me ofrecía sonriente. Te quiero, le dije y lo besé. Sentí calor, mucho calor, me entregó sus labios como nadie lo había hecho antes, acto seguido al desprenderse nuestros labios me dijo: madura hueona, madura. Me apagué inmediatamente, finalmente me sentí feliz, todo esta intacto, pensé.
Nadie me escuchaba como él, toda su persona estaba en mi cuando le hablaba, era como tener sexo visual. Media hora podía estar viéndome hablar y llorar. Media hora, sin pestañar, luego me abrazaba y me decía de manera muy convencional que “eso era común”, “que se me iba a pasar”, “que de algún modo el también lo había vivido”, y cosas por el estilo. Paulatinamente empecé a darme cuenta que la dosis de pastillas que en un principio tomaba ya no tenía que ser 5 o 6, ya no teníamos que verterlas en la cerveza e ingerirlas. Fabián las tomaba de volao que era, pero yo las necesitaba, bueno, a veces no era necesario tomarme 5 y echarle 5 al copete, creo que lo hacía por acompañar en el ritual a Fabián, pero a mi no me hacían ni cosquillas comparado con el estado en que quedaba mi drogo amigo. Comencé a darme cuenta de una extraña dependencia hacia él, ya no eran las pastillas, era su presencia, sus abrazos, sus consuelos lo que necesitaba, imperiosamente, desesperadamente. Me asusté, me asusté mucho. No sabía si contarle lo que me pasaba o no. El se daba cuenta de que mi pulso estaba ya casi normal. Me tomaba la mano, la sostenía en el aire y me daba un beso de doctor en el pelo. Ya casi te mejoraste Mariela, me decía, casi tan entusiasmado como si el que se estaba mejorando era él. Sólo nos falta terminar con los llantos, agregaba. Yo lo miraba casi desconsolada, tratando de hacerle entender con la vista que ya no eran las pastillas, sino él. A ver a ver a ver Mariela, me decía, mientras andábamos por los miradores de Valpo, subiendo escaleras, tomando pasajes, laberinteando, buscando nuestras identidades, buscando un lugar donde refugiarnos, buscando colillas de alegría, tapas con olor a “meao” de gato, olor a humedad de madera vieja, postes con islitas de tierra, rodeadas por abismos de cemento mal hecho, luchando contra el viento sur en la esquina de un pasaje que comunicaba con el abismo, con la dispersión, con la nada. “Eso es lo que somos Mariela, tu estas olvidada a tu manera, yo a la mía. Yo soy tú, y tú eres yo. Somos una cosa, un conjunto, nos complementamos, yo te quiero y tú me quieres. Nos queremos, mantengamos esto ¿quieres? Sigamos siendo felices, sigamos apuñalando cosas que no queremos, que si queremos, pero en realidad no queremos. Seamos la excepción a la regla que todos quisieran, seamos la envidia del amor dual, agarremos a chuchadas a las concertaciones, riámonos de la unión universal, de las tardes de sol de la mano, ¿quieres?”. Llegado a este punto del discurso, yo estaba medio muerta, medio apabullada, sin ganas de contestar, colgada de su cuello, presa de una emoción difícil de explicar, de una tristeza difícil de soportar, viendo como se hacían charcos de mis lágrimas en sus hombros, con una bola que me cortaba la respiración, que me hacía respirar por el pecho y el sexo, apretada, plegada. Fabián me tomaba de las mejillas, me secaba las lágrimas, me limpiaba la cara, me ordenaba el pelo, recorría limpiamente mi cuerpo con su mano buscando alguna imperfección emocional, ya presto con algún beso para operarme y me decía: Madura hueona, madura. Nos recostábamos en el pasto de alguna placita en la Av. Alemania, dominando el puerto, y podíamos estar media hora a carcajadas riéndonos. Media hora, media hora deseando que ninguno de los dos madurara, tan sólo enamorados de esa expresión, tan poco nuestra, tan exenta de nuestras cálidas mentes. Nunca, nunca voy a madurar Fabián. Madurar es morir, y morir es madurar, madurar hacia el suelo, convertirse en mermelada, en una hoja de diario volando por los cerros, sin destino, sin futuro. Volando hacia el sin fin. Nunca, nunca me sentí tan viva, tan mujer, nunca me hicieron sentir tan mujer. Era todo un mundo el que se me abría, que estaba ahí.
Por las noches padecía insomnio, bueno, no lo padecía, me encontraba perfectamente. En el día no andaba con sueño, era un insomnio saludable. Mi mente volaba por las calles que en el día recorríamos, pero lo interesante era que de pronto me veía en lugares de ensueño. Las caminatas diurnas y nocturnas eran un puente hacia otra cosa. Algo que no existe, que no esta tangiblemente aquí, pero que siento en mi pecho, como si fuera parte de mí misma. Las horas nocturnas eran lentas, placenteras y aprovechadas al máximo, cada una como si fuera la última. Mis manos ya no temblaban, mi pulso era normal. Decidimos con Fabián extender nuestras correrías nocturnas, previa aprobación de mi madre, pero en el fondo daba igual la hora, porque mamá tomaba unas pastillas que la dejaban inerte hasta el día siguiente. Fabián se quedaba en casa, en la habitación de las visitas. Llegábamos como a las 2 de la mañana a casa por lo general, asaltábamos la cocina. Jamón ahumado, leche, comida del almuerzo, queso, fideos, canelones, o lo que hubiere. Fabián entraba en su habitación, se descalzaba, y subía detrás de mí. Mi habitación tenía muchas alfombras en el suelo, mi cama era lo suficientemente grande para los dos. Nos desnudábamos mutuamente, como si ambos tuviéramos la imposibilidad de hacerlo solos. Nos necesitábamos para ello. Nos metíamos en la cama, nos mirábamos de frente, cara a cara, dejando que las formaciones de nuestros cuerpos se entremezclaran, y reíamos bajo, perdonando a todo el mundo, perdonando los cuadros de las paredes, perdonando las alfombras, perdonando el viento en las persianas, perdonando las luces nocturnas que se colaban hacia la cama. Fabián se acurrucaba en mi pelo y me decía que estaba muerto, que no le moviera de ahí, luego callaba, a los dos minutos lo empezaba a mover, a llamar su nombre, nada, ninguna respuesta, ningún suspiro, nada. ¡Fabián! Gritaba fuerte, pero bajo, entonces él giraba hacia mí, y podía sentir entre mis piernas su erección, que jugaba en mi vello ensortijado, y entonces ya no era Viña donde estábamos, era otra ciudad, era Troya, todo en llamas, nos amábamos y yo sentíamos que hacía el amor como si estuviera mirando al sol con los ojos cerrados. Y mi felicidad subía, subía, subía, y hacía una cabriola en el aire y luego era todo caída, todo era devolverse a Viña de nuevo, paulatinamente empezaba a sentir como se mecía el mar de Caleta Abarca, el mar de mi corazón, y el mar de la figura de Fabián. Luego volvíamos a reír, a sonreír, a compadecernos de nuestra felicidad. Cualquier pretexto era válido para retardarle la vuelta a su habitación. Simulaba poner el reloj a las 7 am., una hora antes de que mamá despertara, pero lo dejaba a las 6 am., el reloj sonaba y le decía a Fabián que tenía que irse a su habitación, dos minutos después seguíamos acurrucados, pero en su habitación, abrazándonos a reventar para calentar las frías sabanas, para entibiar la mañana. Tú eres yo, y yo soy tú, le decía al oído. Fabián entre sueños sonreía y me decía: madura Mariela, madura.
Bueno, mamá estaba demasiado absorta en sus problemas como para dedicarse de lleno a mí. Estaba encargada de la enfermería del colegio al que yo asistía, hecho sumamente incómodo para mi. Más de una vez me valió burlas desagradables por parte de mis compañeras. A ella no le interesaba ejercer la medicina en un hospital, se encontraba relativamente cómoda con ese puesto. Volvamos a la mañana. A las 7 a.m. ella se levantaba. No se molestaba en ir a ver si su hija estaba cogiendo con el amigo, pasaba directamente al baño, en forma mecánica, estudiada. Media hora después, si me levantaba en puntillas, podía verla abajo desayunando. 10 minutos más tarde se oía la puerta principal de la casa que se cerraba. Me quedaba unos minutos más en cama, por si mamá regresaba. Nadie, silencio, se oía ese “silencio” hermoso cuando no hay “adultos” en casa. Algún reloj, algún tica tac, el leve sonido del refri, haciendo vibrar los bordes de los vasos de leche, precipitando al suelo las migas de pan, de queque, de mermelada, de manjar. Haciendo temblar la cuenta de la luz, del agua, del teléfono, haciendo vibrar una que otra foto de mi infancia. Mi hermano colgando de un plátano, mi padre de una frutilla y yo al borde del telepizza, sin ánimo para enderezarme, sin ganas de caerme. Buscando una orillita metálica para verme, para sonreírme, para darme un beso y empañarme.
La mañana esta nublada, veraniega, que te hace salir abrigada para desabrigarte una hora después. Cigarros en la cartera, pañuelos desechables, un celular olvidado con una carcasa rosada, que cuando lo veo me sonrojo. Al fondo de la cartera esta ahora. En el fondo del mar, antes de Av. España, por la carretera del mar sale volando, a soñar con los peces, liviano, livianito, sin batería, con una memoria completa de números a los que nunca quise llamar. Ahí va mi pasado, ahí espero dejarlo, en el fondo del mar, en silencio. “Con silencio de piedra submarina” me dice Fabián. Vuelvo la vista hacia el cerro, la niebla es como una alfombrita, como un pareo del cerro, como una lengua con jugo de piña seco, calladita, atenuando el ruido de la “5 oriente”, de la “verde mar”, de los autos, de los camiones con contenedores. De repente se desliza, pero yo no más la veo, nadie más. Se va, se va pa arriba, se va pal mar, deseando ser un navío magnifico, el mejor de todos. Se aparece Barón, ¡paf! Ya no pienso en nada, la mente en blanco. Escolares, mujeres solas, con niños, obreros, ¿quiénes son?, ¿Dónde estaban?, ¿Cuándo aparecieron? Ellos son nosotros, nosotros somos ellos. A fuego, a fuego se me graban, los sostengo en la mano y no soplo, me quemo viva, la piel se me chamusca, mi vista es otra. ¡Ahora!, Ahora los veo. Empiezo a llorar, Fabián ayuda a una señora con un bolso, sube a la micro de nuevo. Yo me tapo los ojos, mi cara es una brasa ardiente, empiezo a apagarme. Un obrero me sonríe, le ofrezco un cigarro, le sonrío, y sin más, Fabián y yo nos bajamos.
La mañana se hace larga, se extiende en miles de pasos, miles de pies que caminan por calles angostas, altas, con edificios oscuros, gentes de traje, con urgencia de recados que se pierden en construcciones laberínticas, con entrepisos fríos, con ascensores que descienden hacia buhardillas misteriosas, con insignias extrañas, fotografías grasientas, recortes de diarios viejos, cuajados en colonias baratas y entregados a un aire viciado, en una oscuridad rancia, pérfida. Fabián me cuenta que no es difícil encontrar droga en estas calles. “Los porteros, los porteros la llevan Mariela”. ¿Cómo es posible?, Estos hombres son alegres, sonrientes, relucen a la mitad de sol que les cae, un sol obstruido, reprimido, que entibia de la cintura para arriba. No acabo de pensarme todo esto, y me doy cuenta que efectivamente estamos entrando en un edificio antiguo, descendimos. Ante nosotros en la planta baja, enmohecida por la humedad, un hombre de unos 50 años nos mira insistentemente. Todo es muy simple, “dinero-mercancía-filosofía”, me dice Fabián, barata y callejera, ambas, la marihuana y la filosofía. Volvemos a la calle, las fuentes de soda nos empiezan a recibir con sus olores a carne con papas fritas, a escalopas, colaciones, chorrillanas, desayunos y toda clase de aromas que colman la estrechez de Prat, de Condell, de Blanco. Por Urriola vemos bajar estudiantes de arte, se les cacha al vuelo, otros se pelean una esquina pa retratar el Turri, otros andan hediendo a pescado, y otros simplemente “andan pasados a caca” según Fabián.
La niebla matutina ya se ha disipado por completo. El sol azota la costa, cada cuadra de sombra es interrumpida por una fracción de luz. De aquí no me voy, de aquí no nos iremos nunca, esta ciudad retiene nuestras mentes. Ahora parece que el cerro se nos va a venir encima, con su arquitectura imposible, con sus casitas colgando, con sus gentes pendiendo, pendiente del mar, pendientes de ti y de mí. Tu edad me refiere a tu nombre, y tú nombre a tu rostro, pero tú no tienes rostro, eres una postal de luces continuadas, titilando en una cámara con filtro especial. Déjame quedarme a tus pies, déjame morir aquí, en tu falda, en tus rodillas. ¿Eres una persona o una ciudad?, ¿De dónde eres Fabián? ¿Existes? Te veo caminar conmigo, alzo la vista y no te veo, pero te siento. No me abandonarás nunca ¿verdad? Caminaremos eternamente, tú me sanaste, la vida te debo. Volveré a ti cada día, a agradecerte con mis pies desnudos, a bañarme en tu mar. Y cuando el final esté cerca, me iré como la poetiza, cuando la espuma me abrace, mi último pensamiento, mi última mirada, serán para ti.
Bueno, por esos días conocí a un chico. Yo contaba 17 años y él creo que 24. Se llamaba Fabián, trabajaba en una oficina de contabilidad o algo así. La primera vez que nos vimos fue una tibia tarde de noviembre en el centro de Viña. (Ahora hace frío y hay temporal, estoy desabrigada, pero no tiemblo) Fuimos por ahí, nos tomamos un par de cervezas y lo pasamos re bien. Me gustó harto Fabián. Sentí confianza en él casi de inmediato. Nos juntamos después muchas veces, a almorzar, a tomar once, a mi casa, a caminar por Valpo o Viña, me divertía caleta con él, me hacía reír, cosa que yo tenía súper olvidada. (Ha empezado a llover, me duelen las gotas en la cara) A veces me llamaba al celular tipo 1 de la tarde en la semana, yo salía de mi colegio y nos íbamos a almorzar comida chatarra, era nuestra droga. La comida chatarra como digo era la droga de nadie, las pastillas mías, y los pitos de Fabián. Una noche nos juntamos en Belloto, yo le iba a pedir plata a mi viejo. Cuando llegamos a la casa, Fabián me preguntó porque había tantos pescados en la casa, en las toallas, pintados en las paredes, en el plumón, en el sofá. Yo le dije que mi viejo tenía todo un rollo con el mar, incluso de fondo se escuchaba una canción que efectivamente te podía transportar al fondo del mar. Fabián me sonrió como diciendo: cuicos excéntricos. Pero a mi no me importó, porque yo estaba segura de que él nunca me dejaría, siempre sería mi amigo. Estábamos ahí parados observando la habitación de mi freak padre, cuando él mismo en persona se presentó, saludó a Fabián muy protocolarmente y posteriormente nos invitó a hacerle los honores a aquella visita con unos vinos gallegos que a Fabián le supieron de “puta madre” como él decía. Yo probé un par de vasos solamente, pero entre los dos se tomaron 3 botellas, y me dio la impresión cuando nos despedíamos que mi papá no quería que nos fuéramos. Extraño, muy extraño, sobre todo por algunos palos duros que le di. “Después de los 50 años no te queda otra que quebrarte” le dije en un momento que me daba cuenta que alardeaba un poco delante de Fabián. Caminamos unos minutos por un sendero oscuro que daba al troncal, para luego enfilar a Viña. Fabián me dijo: Paremos, tengo un caño. Nos sentamos en unos columpios y Fabián me dijo que eso de quebrarse fue un poco fuerte. Y a ti que te importa hueón, le dije. Rompí a llorar, mientras encendía el pito que Fabián me ofrecía sonriente. Te quiero, le dije y lo besé. Sentí calor, mucho calor, me entregó sus labios como nadie lo había hecho antes, acto seguido al desprenderse nuestros labios me dijo: madura hueona, madura. Me apagué inmediatamente, finalmente me sentí feliz, todo esta intacto, pensé.
Nadie me escuchaba como él, toda su persona estaba en mi cuando le hablaba, era como tener sexo visual. Media hora podía estar viéndome hablar y llorar. Media hora, sin pestañar, luego me abrazaba y me decía de manera muy convencional que “eso era común”, “que se me iba a pasar”, “que de algún modo el también lo había vivido”, y cosas por el estilo. Paulatinamente empecé a darme cuenta que la dosis de pastillas que en un principio tomaba ya no tenía que ser 5 o 6, ya no teníamos que verterlas en la cerveza e ingerirlas. Fabián las tomaba de volao que era, pero yo las necesitaba, bueno, a veces no era necesario tomarme 5 y echarle 5 al copete, creo que lo hacía por acompañar en el ritual a Fabián, pero a mi no me hacían ni cosquillas comparado con el estado en que quedaba mi drogo amigo. Comencé a darme cuenta de una extraña dependencia hacia él, ya no eran las pastillas, era su presencia, sus abrazos, sus consuelos lo que necesitaba, imperiosamente, desesperadamente. Me asusté, me asusté mucho. No sabía si contarle lo que me pasaba o no. El se daba cuenta de que mi pulso estaba ya casi normal. Me tomaba la mano, la sostenía en el aire y me daba un beso de doctor en el pelo. Ya casi te mejoraste Mariela, me decía, casi tan entusiasmado como si el que se estaba mejorando era él. Sólo nos falta terminar con los llantos, agregaba. Yo lo miraba casi desconsolada, tratando de hacerle entender con la vista que ya no eran las pastillas, sino él. A ver a ver a ver Mariela, me decía, mientras andábamos por los miradores de Valpo, subiendo escaleras, tomando pasajes, laberinteando, buscando nuestras identidades, buscando un lugar donde refugiarnos, buscando colillas de alegría, tapas con olor a “meao” de gato, olor a humedad de madera vieja, postes con islitas de tierra, rodeadas por abismos de cemento mal hecho, luchando contra el viento sur en la esquina de un pasaje que comunicaba con el abismo, con la dispersión, con la nada. “Eso es lo que somos Mariela, tu estas olvidada a tu manera, yo a la mía. Yo soy tú, y tú eres yo. Somos una cosa, un conjunto, nos complementamos, yo te quiero y tú me quieres. Nos queremos, mantengamos esto ¿quieres? Sigamos siendo felices, sigamos apuñalando cosas que no queremos, que si queremos, pero en realidad no queremos. Seamos la excepción a la regla que todos quisieran, seamos la envidia del amor dual, agarremos a chuchadas a las concertaciones, riámonos de la unión universal, de las tardes de sol de la mano, ¿quieres?”. Llegado a este punto del discurso, yo estaba medio muerta, medio apabullada, sin ganas de contestar, colgada de su cuello, presa de una emoción difícil de explicar, de una tristeza difícil de soportar, viendo como se hacían charcos de mis lágrimas en sus hombros, con una bola que me cortaba la respiración, que me hacía respirar por el pecho y el sexo, apretada, plegada. Fabián me tomaba de las mejillas, me secaba las lágrimas, me limpiaba la cara, me ordenaba el pelo, recorría limpiamente mi cuerpo con su mano buscando alguna imperfección emocional, ya presto con algún beso para operarme y me decía: Madura hueona, madura. Nos recostábamos en el pasto de alguna placita en la Av. Alemania, dominando el puerto, y podíamos estar media hora a carcajadas riéndonos. Media hora, media hora deseando que ninguno de los dos madurara, tan sólo enamorados de esa expresión, tan poco nuestra, tan exenta de nuestras cálidas mentes. Nunca, nunca voy a madurar Fabián. Madurar es morir, y morir es madurar, madurar hacia el suelo, convertirse en mermelada, en una hoja de diario volando por los cerros, sin destino, sin futuro. Volando hacia el sin fin. Nunca, nunca me sentí tan viva, tan mujer, nunca me hicieron sentir tan mujer. Era todo un mundo el que se me abría, que estaba ahí.
Por las noches padecía insomnio, bueno, no lo padecía, me encontraba perfectamente. En el día no andaba con sueño, era un insomnio saludable. Mi mente volaba por las calles que en el día recorríamos, pero lo interesante era que de pronto me veía en lugares de ensueño. Las caminatas diurnas y nocturnas eran un puente hacia otra cosa. Algo que no existe, que no esta tangiblemente aquí, pero que siento en mi pecho, como si fuera parte de mí misma. Las horas nocturnas eran lentas, placenteras y aprovechadas al máximo, cada una como si fuera la última. Mis manos ya no temblaban, mi pulso era normal. Decidimos con Fabián extender nuestras correrías nocturnas, previa aprobación de mi madre, pero en el fondo daba igual la hora, porque mamá tomaba unas pastillas que la dejaban inerte hasta el día siguiente. Fabián se quedaba en casa, en la habitación de las visitas. Llegábamos como a las 2 de la mañana a casa por lo general, asaltábamos la cocina. Jamón ahumado, leche, comida del almuerzo, queso, fideos, canelones, o lo que hubiere. Fabián entraba en su habitación, se descalzaba, y subía detrás de mí. Mi habitación tenía muchas alfombras en el suelo, mi cama era lo suficientemente grande para los dos. Nos desnudábamos mutuamente, como si ambos tuviéramos la imposibilidad de hacerlo solos. Nos necesitábamos para ello. Nos metíamos en la cama, nos mirábamos de frente, cara a cara, dejando que las formaciones de nuestros cuerpos se entremezclaran, y reíamos bajo, perdonando a todo el mundo, perdonando los cuadros de las paredes, perdonando las alfombras, perdonando el viento en las persianas, perdonando las luces nocturnas que se colaban hacia la cama. Fabián se acurrucaba en mi pelo y me decía que estaba muerto, que no le moviera de ahí, luego callaba, a los dos minutos lo empezaba a mover, a llamar su nombre, nada, ninguna respuesta, ningún suspiro, nada. ¡Fabián! Gritaba fuerte, pero bajo, entonces él giraba hacia mí, y podía sentir entre mis piernas su erección, que jugaba en mi vello ensortijado, y entonces ya no era Viña donde estábamos, era otra ciudad, era Troya, todo en llamas, nos amábamos y yo sentíamos que hacía el amor como si estuviera mirando al sol con los ojos cerrados. Y mi felicidad subía, subía, subía, y hacía una cabriola en el aire y luego era todo caída, todo era devolverse a Viña de nuevo, paulatinamente empezaba a sentir como se mecía el mar de Caleta Abarca, el mar de mi corazón, y el mar de la figura de Fabián. Luego volvíamos a reír, a sonreír, a compadecernos de nuestra felicidad. Cualquier pretexto era válido para retardarle la vuelta a su habitación. Simulaba poner el reloj a las 7 am., una hora antes de que mamá despertara, pero lo dejaba a las 6 am., el reloj sonaba y le decía a Fabián que tenía que irse a su habitación, dos minutos después seguíamos acurrucados, pero en su habitación, abrazándonos a reventar para calentar las frías sabanas, para entibiar la mañana. Tú eres yo, y yo soy tú, le decía al oído. Fabián entre sueños sonreía y me decía: madura Mariela, madura.
Bueno, mamá estaba demasiado absorta en sus problemas como para dedicarse de lleno a mí. Estaba encargada de la enfermería del colegio al que yo asistía, hecho sumamente incómodo para mi. Más de una vez me valió burlas desagradables por parte de mis compañeras. A ella no le interesaba ejercer la medicina en un hospital, se encontraba relativamente cómoda con ese puesto. Volvamos a la mañana. A las 7 a.m. ella se levantaba. No se molestaba en ir a ver si su hija estaba cogiendo con el amigo, pasaba directamente al baño, en forma mecánica, estudiada. Media hora después, si me levantaba en puntillas, podía verla abajo desayunando. 10 minutos más tarde se oía la puerta principal de la casa que se cerraba. Me quedaba unos minutos más en cama, por si mamá regresaba. Nadie, silencio, se oía ese “silencio” hermoso cuando no hay “adultos” en casa. Algún reloj, algún tica tac, el leve sonido del refri, haciendo vibrar los bordes de los vasos de leche, precipitando al suelo las migas de pan, de queque, de mermelada, de manjar. Haciendo temblar la cuenta de la luz, del agua, del teléfono, haciendo vibrar una que otra foto de mi infancia. Mi hermano colgando de un plátano, mi padre de una frutilla y yo al borde del telepizza, sin ánimo para enderezarme, sin ganas de caerme. Buscando una orillita metálica para verme, para sonreírme, para darme un beso y empañarme.
La mañana esta nublada, veraniega, que te hace salir abrigada para desabrigarte una hora después. Cigarros en la cartera, pañuelos desechables, un celular olvidado con una carcasa rosada, que cuando lo veo me sonrojo. Al fondo de la cartera esta ahora. En el fondo del mar, antes de Av. España, por la carretera del mar sale volando, a soñar con los peces, liviano, livianito, sin batería, con una memoria completa de números a los que nunca quise llamar. Ahí va mi pasado, ahí espero dejarlo, en el fondo del mar, en silencio. “Con silencio de piedra submarina” me dice Fabián. Vuelvo la vista hacia el cerro, la niebla es como una alfombrita, como un pareo del cerro, como una lengua con jugo de piña seco, calladita, atenuando el ruido de la “5 oriente”, de la “verde mar”, de los autos, de los camiones con contenedores. De repente se desliza, pero yo no más la veo, nadie más. Se va, se va pa arriba, se va pal mar, deseando ser un navío magnifico, el mejor de todos. Se aparece Barón, ¡paf! Ya no pienso en nada, la mente en blanco. Escolares, mujeres solas, con niños, obreros, ¿quiénes son?, ¿Dónde estaban?, ¿Cuándo aparecieron? Ellos son nosotros, nosotros somos ellos. A fuego, a fuego se me graban, los sostengo en la mano y no soplo, me quemo viva, la piel se me chamusca, mi vista es otra. ¡Ahora!, Ahora los veo. Empiezo a llorar, Fabián ayuda a una señora con un bolso, sube a la micro de nuevo. Yo me tapo los ojos, mi cara es una brasa ardiente, empiezo a apagarme. Un obrero me sonríe, le ofrezco un cigarro, le sonrío, y sin más, Fabián y yo nos bajamos.
La mañana se hace larga, se extiende en miles de pasos, miles de pies que caminan por calles angostas, altas, con edificios oscuros, gentes de traje, con urgencia de recados que se pierden en construcciones laberínticas, con entrepisos fríos, con ascensores que descienden hacia buhardillas misteriosas, con insignias extrañas, fotografías grasientas, recortes de diarios viejos, cuajados en colonias baratas y entregados a un aire viciado, en una oscuridad rancia, pérfida. Fabián me cuenta que no es difícil encontrar droga en estas calles. “Los porteros, los porteros la llevan Mariela”. ¿Cómo es posible?, Estos hombres son alegres, sonrientes, relucen a la mitad de sol que les cae, un sol obstruido, reprimido, que entibia de la cintura para arriba. No acabo de pensarme todo esto, y me doy cuenta que efectivamente estamos entrando en un edificio antiguo, descendimos. Ante nosotros en la planta baja, enmohecida por la humedad, un hombre de unos 50 años nos mira insistentemente. Todo es muy simple, “dinero-mercancía-filosofía”, me dice Fabián, barata y callejera, ambas, la marihuana y la filosofía. Volvemos a la calle, las fuentes de soda nos empiezan a recibir con sus olores a carne con papas fritas, a escalopas, colaciones, chorrillanas, desayunos y toda clase de aromas que colman la estrechez de Prat, de Condell, de Blanco. Por Urriola vemos bajar estudiantes de arte, se les cacha al vuelo, otros se pelean una esquina pa retratar el Turri, otros andan hediendo a pescado, y otros simplemente “andan pasados a caca” según Fabián.
La niebla matutina ya se ha disipado por completo. El sol azota la costa, cada cuadra de sombra es interrumpida por una fracción de luz. De aquí no me voy, de aquí no nos iremos nunca, esta ciudad retiene nuestras mentes. Ahora parece que el cerro se nos va a venir encima, con su arquitectura imposible, con sus casitas colgando, con sus gentes pendiendo, pendiente del mar, pendientes de ti y de mí. Tu edad me refiere a tu nombre, y tú nombre a tu rostro, pero tú no tienes rostro, eres una postal de luces continuadas, titilando en una cámara con filtro especial. Déjame quedarme a tus pies, déjame morir aquí, en tu falda, en tus rodillas. ¿Eres una persona o una ciudad?, ¿De dónde eres Fabián? ¿Existes? Te veo caminar conmigo, alzo la vista y no te veo, pero te siento. No me abandonarás nunca ¿verdad? Caminaremos eternamente, tú me sanaste, la vida te debo. Volveré a ti cada día, a agradecerte con mis pies desnudos, a bañarme en tu mar. Y cuando el final esté cerca, me iré como la poetiza, cuando la espuma me abrace, mi último pensamiento, mi última mirada, serán para ti.
0 Comments:
Post a Comment
<< Home