Wednesday, July 19, 2006

El viajero y los Vagabundos Ilustrados

Es inminente, me voy a morir, se dijo a sí mismo Andrade. Recordaba que el médico se lo había dicho en un tono muy delicado, estudiado. Andrade escuchó lo primero que dijo el médico, luego sólo hizo como que le escuchaba, porque en realidad le impresionó profundamente su situación, no la de que se iba a morir, sino la irrealidad del momento que estaba viviendo. Miró al médico. Este hombre al salir de acá, volverá a su casa, verá a sus hijos. Hará el amor por la noche con su mujer, pensaba Andrade, que estupidez. Vamos, cálmate hombre. Salió del hospital derrumbado, le temblaban las piernas. Y ahora, y ahora, y ahora, se repetía desesperadamente. Ni siquiera tengo a quien comunicarle esta noticia, a nadie le va a importar, no tengo a nadie. No le preocupaba mucho esto último, siempre, desde joven estaba acostumbrado a vivir solo y a llevar sus cosas adelante, salvo ciertas ayudas que le daban algunos parientes. Además, sí tenía a alguien, un hermano, que vivía lejos en el extremo sur, con quien no había cruzado palabra desde hace ya 7 años. No se porqué le llamaría, pensó, Debo tener fuerza, afrontar esto solo. Ya alguien dijo por ahí que nacimos solos y moriremos solos. Además, no todo es tan malo, bueno en realidad es malísimo. Siempre he estado solo. Ahora estoy solo y enfermo, aunque no me siento enfermo, el médico dijo que en cualquier momento se puede declarar la enfermedad, por ahora duerme, esta latente. No tiene ninguna importancia, se dijo a sí mismo, las cosas son como son y he de afrontarlas como vienen. Inspiró, exhaló e inició el regreso a casa. Caminaba por Av Descolorida. Sólo unas cuadras “más alla” está mi casa, pensó. Torció en el pasaje El Átomo y llegó a casa. Estoy vivo, se dijo. Y ahora, se preguntó. Ahora debo presentar cuanto antes los papeles médicos en el trabajo. Obtendré la licencia más extraña que haya recibido en mi vida. Será divertido ver a mi jefe. Abrió la llave del agua en la cocina, se sirvió un vaso. Luego hizo algo que hacía todas las mañanas antes de partir al trabajo, se miró al espejo, sigo siendo yo, pensó. Sus piernas ya no temblaban, se sentía de algun modo, mejor. Ahora haré lo que he querido hacer toda mi vida, escribiré un libro. Toda mi vida he sido un lector empedernido, ahora quiero aprovechar el tiempo que me queda para escribir uno yo mismo. Me conformaré con que sea una sola persona la que lo lea. Lo importante es escribirlo y que alguien lo lea. El hecho de que no sea un buen libro no tiene ninguna importancia tampoco, que sea un mal libro no es importante. Además cuento con una ventaja importante, que es que no hay problemas con el asunto tan temido entre los escritores: el fracaso. Yo en cambio me consideraré un fracasado si no logro terminar el libro que me propongo. No voy a darle el gusto a la muerte de llevarme sin haber conseguido mi último deseo. Cuando muera no es importante, supongo que no será muy luego, pero Dios, quiero gozar del tiempo suficiente para sentirme un hombre feliz, e irme a morir lejos como un gato. Sin ser visto por nadie, en soledad.
No podré soportar el paso de los días, a la espera de la muerte. Tengo que ocuparme en algo, refugiarme en algo que mantenga mi mente en constante movimiento. Comenzaré cambiandole el nombre a la palabra “muerte”, la llamaré “el viaje”, algo que habría hecho gustoso toda la vida. Conocer aquellas ciudades que estimularon mi mente durante tardes y tardes en la biblioteca, en mi habitación. Paris, Ciudad de México, Madrid, Barcelona, etc. Me gustaría ver por ejemplo a Hemingway en Madrid, en Cuba. A Enrique Vila-Matas joven, tímido, obsesionado con su primer libro en París. A Roberto Bolaño recorriendo en camión lugares del D.F, salvando distancias entre sus amigos poetas mexicanos. Recorrería el Londres de Conan Doyle, bueno, sus libros pertenecen al siglo XIX, pero que mierda, tendría una larga conversación con la muerte, o sea con el “viaje”, le seduciría, le hablaría de Sherlock Holmes, de los personajes de Tolstoi, le suplicaría que me llevara a esos lugares, antes de llevarme a mi “viaje final”.
Y he aquí que se produjo un notable estado de ánimo en Andrade, su enfermedad estaba por completo olvidada por un par de minutos. Se entusiasmó muchísimo, se sintió que podía de todas maneras, contra toda adversidad, ser FELIZ. Recordó unas frases de Enrique Vila-Matas que se ajustaban al dedillo con sus sentimientos. Mientras más cerca se vive de la tragedia, menos esta puede afectarle a uno. Y recordó también otra frase, de Séneca. El éxito es un horror, porque depende del juicio de los otros. Esta frase de alguna manera le gustaba mucho. Amortiguaba el deseo casi inherente del ser humano de pretender trascender.
Luego lo que vino no fue tan fácil. De que hablaría su novela, cual sería el nombre de esta, cuantos personajes incluiría, donde la situaría. Sería una historia feliz, trágica, cómica. Era verdaderamente abrumante pensar en estos detalles. Andrade tenía una educación en cuanto a Literatura bastante rica, pero era muy distinto leer un libro que escribirlo. Que pasos tendrán que dar los escritores para iniciarse en esto, se preguntó. Decidió que lo indagaría.

Caía la tarde. Javier Andrade hirvió leche, merendó y subió a su habitación. La casa era pequeña, dos pisos, abajo living, comedor, cocina y un baño con ducha. Arriba su habitación y un pequeño baño. Se tumbó en su cama y a los pocos minutos se durmió. Despertó a las cinco de la mañana sobresaltado, sudaba por todos sus poros. El colchón y las sabanas estaban bañadas en sudor. Se levantó y caminó hacia la ventana. Estoy vivo, se dijo. Inmediatamente le entró una rabia incontrolable. Eres un cobarde, un estúpido cobarde, aprovecha la vida que tienes, te vas a dejar vencer ahora, no te das cuenta que estas vivo. Se calmó un poco, paulatinamente fue encontrando lo bueno, o lo rescatable de su siatuación. De todos modos, se dijo, he tenido una vida buena, entre ellas por ejemplo, he conocido el amor, esto es algo que no todos tiene la suerte de sentir. Si, he tenido una vida buena. De pronto se entreabrió la puerta de la habitación. Andrade vió la sombra de algo pequeño que entraba. Era Ulises. Saltó a la cama, y le quedó mirando, como esperando el comentario de Andrade. "Que, ¿haz hecho muchas travesuras hoy?. Eres un gato con suerte ¿lo sabías?. Has sido un buen compañero, vivirás más que yo, vivirás por mí". Sus ojos empezaban a acostumbrarse a la penumbra de la habitación, se hizo visible una fotografía de Salvador Allende, había colgada también una lamina de un cuadro de Paris. He de aprovechar lo que me queda por vivir, programó la alarma a las ocho de la mañana. Entre juegos y juegos nocturnos de Ulises se durmió nuevamente.


Pobre de Javier, seguramente el se habrá expresado así refiriendose a mí en algun momento. El bueno de Javier, he de ir a visitarlo ahora mismo, esta noticia lo debe tener destrozado. Le llevaré los dos discos que le debo de Bach, aunque, pensandolo bien, esperaré un día más. Pablo hervía agua caliente en una olla, atizaba el fuego y a la vez desplumaba unas palomas que había cazado. Vivía bajo una carretera urbana, en el lado sur de la ciudad. Para él, Pablo, no tenía ninguna importancia vivir en la calle, era feliz. Vivía solo, le acompañaban siempre los mecánicos, una pandilla de 6 perros, cual de todos mas tiznados con aceite de auto. Pablo se preparaba a cocinar las palomas, los mecánicos pululaban alrededor de la olla impacientes. Tenía por costumbre comer con ellos. Somos una condenada familia, aquí nadie se pelea, me oyes capone, le decía a uno de los mecánicos, el más grande, que tenía aspecto matonezco. Luego, después de almorzar, continuaba su rutina, sacaba su radio cassette portátil – unico recuerdo de su vida anterior- y se dormía con Back, Chopin, Verdi, Wagner, Beethoven o cualquiera de los clásicos. Su vida hasta ese entonces había transcurrido relativamente tranquila, esto debido al buen carácter de Pablo. Al principio, cuando encontró aquel lugar, muchas veces despertó con un cuchillo al cuello. Le salvaba su amistad con la mayoría de quienes habitaban por ahí, incluso de algunos policías. Que, eres amigo del Culebrón, pues haberlo dicho antes, dile a ese mamarracho que me debe tre sopes, a ver si un dia de estos me visita, y el atacante se alejaba riendo, mientras Pablo quedaba con los interiores empapados.
Por la tarde, Pablo recorría los basureros y demases en busca de la cena, acompañado de los mecánicos. Vagaba y vagaba por el centro de la ciudad. Se detenía en las tiendas de música, observaba y observaba los discos de música clásica, se deleitaba pensando en las piezas que habrían en aquellos discos. Su máxima felicidad la experimentaba cuando pasaba por el Teatro Municipal, lugar que había visitado sólo una vez, en su juventud. Las cuatro estaciones de Vivaldi.
Pablo estimaba mucho a Javier, todavía recuerdo el día en que se conocieron, estabamos sentados en un café con Javier. Yo estaba muy interesado escuchando a Javier, que me contaba algo acerca de una bebida que bebía uno de los heroes de Hemingway, Robert Jordan, en Por quien doblan las campanas, inspirado en un norteamericano que efectivamente luchó defendiendo La República en España. Ajenjo era el nombre de la bebida, que según Hemingway era como una medicina, un verdadero mata ratas, que cambiaba las ideas. De pronto Javier quedó paralizado, absorto mirando por la ventana del café. Miré afuera, y la verdad, la escena no era para menos. Pude ver a un vagabundo, vestido con los peores harapos que he visto, parecía un personaje descrito por Tolstoi. Los colores de su ropa eran indefinibles. Estaba de pie, sostenía en su mano una radio cassette portatil y un cassette que se disponía a poner en el aparato. Estabamos los dos -Javier y yo- mirando con la boca abierta, totalmente enfrascadados en el vagabundo. Al cabo de un minuto de contemplación, observamos que enfrente de la calle había un policía, que no cesaba de mirarle. El policía cruzó la calle hacia Pablo, inmediatamente Javier, a la manera de Sherlock Holmes, me dijo, vamos Watson, es decir, vamos Roberto, y salimos a la calle. El policía le pedía explicaciones al vagabundo acerca de aparato. De donde lo has sacado malandrín, pero si es de mi propiedad, replicaba el vagabundo. No me cuentes cuentos, insistía el policía, de donde lo has robado borracho. Llegados a este punto, Javier se acercó al policía. Yo se lo he regalado, algun problema oficial. El policía interrogó con la mirada a Javier, luego miró al vagabundo. Es cierto eso, le preguntó, Pablo asintió. El policía nos hizo un ademan de saludo y se alejó. Volvimos a entrar en el café.



A Mariano lo conocí cerca de mi casa, en la carretera, era un carterista. Lo habían cogido tres chicos de mi sector, iban armados con cuchillos y un arma. Le tenían en una esquina. Yo pasaba camino a mis cartones, es decir, a mi casa bajo la carretera. Esta era una escena relativamente normal, no había que meterse, no era conveniente. Sin embargo, lo que escuché del acorralado me hizo entrometerme casi por principios. Porfavor, yo sólo soy un ladrón músico, robo para comprarme una flauta traversa, escucharme porfavor, decía Mariano. Pablo se acercó y dijo al grupo - que se hacían llamar los Impostores – que conocía al sujeto. "Tu conoces esto, Pablo, debes darnos algo por esta presa" Pablo asintió, y de entre sus harapos sacó su preciada radiocassette protátil. "Con esto bastará" les dijo. "Adios Pablo" le contestaron los Impostores. Mariano volvía a respirar en la esquina. Estaba bañado en sudor y tocía. Pablo le miró. "Vamos a mi palacio" dijo. Avanzaron un trecho de medio kilómetro bajo la carretera. Ambos callaban. Casi llegados al cubil, salieron a recibirlos los mecánicos. De esta si que no escapo, pensó Mariano. "Tranquilo, te presento a mi familia, son todos inofensivos, y estan siempre hambrientos" dijo Pablo, mientras desenterraba algo entre los diarios y cartones. "Me llamo Mariano. Soy de Liviena, y he venido a esta ciudad porque quiero ser músico. Supongo que estoy bien encaminado". Pablo, al estílo de un mago sacó de la nada una botella de Ron, cogió dos vasos de una especie de tarima, armada con dos tarros de pintura y un madero. Bebieron varios vasos, Mariano le dio las gracias y le prometió para el siguiente día una radiocassette portátil nueva. Que precisamente él sabía de un lugar donde las vendían baratas. Luego le explicó que robaba en las calles para comprarse una flauta traversa, que era su pasión, desde niño. Vivía en una pieza que arrendaba en un suburbio del lado norte de la ciudad, y a la cual no pretendía volver por el momento, esto último porque a la dueña, dama bastante recia, debía cuatro meses de arriendo. "Te sabes piezas clásicas en flauta traversa, Mariano" preguntó distraídamente Pablo. "Pues claro" contestó Mariano. "En el conservatorio es eso de lo que más se aprende, Pablo". Siguieron bebiendo en silencio. Pablo era de pocas palabras, sin que ello le hiciera parecer huraño. Me gusta escuchar la música del mundo, decía. Siempre recordaba una entrevista que vio de un Profesor de Historia de la Astronomía, que creía que el orígen del Universo, estaba ligado a una melodía, a la primera melodía. La teoría estaba publicada en un libro que Pablo había comprado, se llamaba Coito de Estrellas. Esto parece una broma, pensó Pablo, comenzó a hojear las primeras páginas, cerró un momento los ojos, tratando de escuchar esa melodía, Nada.
Comenzaba a anochecer, Pablo juntó algunas tablas, papeles e hizo un fuego. Les quedaba todavía un poco de ron. Mariano sacó de su morral unos bocadillos. Los mecánicos sonrieron a coro. "Venga" dijo mariano, "todos a comer". La noche se avecinaba tranquila y tibia, de arriba llegaba el ruido de los autos que pasaban.



Llegaron a mi casa por la tarde, casi al anochecer. Pablo venía con otra persona, un tipo bajo, grueso, de unos 35 años. Abrí la puerta, Pablo me miró en forma extraña. "Ya lo sé, Javier, creeme que lo siento", me derrumbé.
Y es que Javier hasta ese entonces, no recordaba practicamente su enfermedad. Había comenzado su novela, y se sentía muy bien. No tenía preocupaciones, estaba completamente abocado a su novela. Por las noches dormía como un bendito, no tenía pesadillas y su vida era completamente normal. "Estoy escribiendo una novela, Pablo, y me gustaría que la leyeras cuando la termine" dijo Javier sonriendo, ya repuesto de sus emociones. "Será un honor Javier, amigo", "quien viene contigo, Pablo" preguntó mirando al desconocido que tenía enfrente. "Hola, me llamo Mariano, soy ladrón- músico, pero me parece que una de las dos carreras no tiene futúro", dijo adelantandose a las presentaciones de rigor. "Claro", contestó Javier, "los músicos se estan muriendo de hambre", replicó Pablo. Los tres estallaron en una carcajada. "Porfavor, tomen asiento", dijo Javier. Fue a la cocina y volvió con tres tazas y una botella de Brandy. Mariano buscó en su morral mágico, sacó un paquete de papel de diario, lo abrió y comenzó a liar un cigarro de marihuana. "Pero que bien, Mariano, eres una caja de sorpresas", dijo Pablo.
Estuvieron hasta muy tarde, hablando de musica y de libros. Javier se sentía mejor que nunca. Les explicó muy someramente el tema del libro, intencionadamente no quería que se enteraran de la trama en general, les hablaba sólo de pasajes, de situaciones, mostrando solo la punta del iceberg. Recordó a propósito de esto una cita de Hemingway: “Lo más importante nunca se cuenta”. De hemingway, Javier admiraba la veracidad para contar las historias. La manera como manejaba el peligro de una situación, sencillamente magistral. Recordó también, cuando leyó Por quien doblan las campanas, en un solo día, veiticuatro horas seguidas, lloró por los personajes, amó a cada uno de ellos. Las letras de ese libro quedaron en su corazón grabadas a fuego. Javier pensó que Hemingway debió haber querido mucho los pinos. Varios capítulos de aquella novela comenzaban hablando de agujas de pino. En el final del libro, Javier apenas si podía ver entre lágrimas, las borrosas letras. “Podía sentir su corazón latiendo”.Anocheció, Mariano, entre borracho y elevado, pidió a Javier la ducha. Se quedarían en casa de Javier aquella noche. " Porque no vienen a vivir aca, conmigo", dijo Javier. Pablo no quizo saber de esto, la idea no le parecía en absoluto, inventó que debía cuidar a su familia – los mecánicos-, pero, eso sí, le visitarían con mucha frecuencia. "Quiero ver como progresa tu novela, Javier". Pablo le entregó unos discos Javier le había prestado. Los sacó de una radiocassette portátil muy bonita. "Pero hombre, que aparato traes ahora, Pablo, de donde los has sacado", preguntó Javier. Un tanto avergonzado Pablo le explicó que era un regalo de Mariano, por haberle hospedado en su loft, un par de noches atrás. Rieron, salieron un momento al patio de la casa, contemplaron en silencio el cielo estrellado, hermoso. "Debo confesarte algo, Pablo. Puede sonar un poco extraño, pero es la pura y simple verdad". Pablo le miró un tanto turbado. "Desde que estoy enfermo... ", se corrigió. "Desde que me han dicho de esta enfermedad, mi vida ha cambiado, ahora veo las cosas de otro modo, mentiría si te dijera que soy el hombre más feliz que pisa la tierra, pero puedo decirte que no me rendiré ante nada. Un hombre puede ser destruído, pero no derrotado". Pablo sonrió, alegrandose de tener un amigo como Javier, valiente, alegrandose de él mismo, de vivir en la calle, de tener una familia de perros, de soñar, de tener tan poco, y aún así, sentir que llevaba una vida buena.

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